sábado, 13 de octubre de 2012

Victoria sumergida



Subiste al tren,inquieta.
Partiste justo en hora
con una mochila exigua 
como único equipaje.
Pasaron raudos y ajenos
paisajes de campo suburbano,
y estaciones con pocas personas
que se perdían, presurosas
en andenes de cemento gris.
Leías una novela, que no leías.
En tus auriculares sonaban melodías
que no escuchabas.
Llegaste, al fin, al destino costero
que tantas veces elegiste
y fuiste al viejo hotel frente a la playa,
con reserva desde ayer.
En la espartana habitación
te quitaste la ropa.
Llevabas  bajo ella
el traje de baño rojo.
Te viste al espejo.
Te viste bella. Te deseaste.
Tomaste una toalla y bajaste
a la arena descalza.
El atardecer marino te esperaba
ruborizando nubes.
Los turistas se fueron marchando,
entre sombrillas multicolores plegadas,
y el griterío exasperante 
de niños inquietos, bulliciosos y alegres.
La noche llegó, morosa.
La esperabas tendida
sobre el toallón hotelero.
Envolvió tu mirada un cielo
con tantas estrellas...
para tus ojos cansados.
Las olas susurraban locas canciones
mientras acariciaban la arena áspera.
Tu ojos, entornados.
Pellizcabas tus erectos pezones
bajo el sostén rojo.
Viniste en busca de una noche 
de placer especial.
Tocaste suavemente tu sexo,
entregada por completo al goce.
Tus dedos buscaron hondo.
Arqueaste tu espalda
y explotó tu deseo en contracciones,
que subieron, desenfrenadas, por tu cuerpo.
Contigo hiciste el amor,
hasta yacer extenuada.
Luego, fresca y desnuda
como una pálida diosa,
caminaste por la cercana escollera
y, ya en su oscuro morro,
acercaste tus pies al borde rocoso.
Tus dedos colgados al vacío húmedo.
Abriste tus brazos
como una victoria griega,
y te entregaste a la noche
satisfecha y perdida.
Seguro descansas en las entrañas
saladas del mar eterno.
Útero madre
que aceptó recibirte,
como una ofrenda.

                      Jorge

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